EL MAESTRO Simón desliza el hilo de oro -finísimo, 24 kilates- sobre las hendiduras dibujadas en el modelo de hierro y martillea con tacto con el botador sobre su punzón plano. Luego vendrá el pavonado al fuego, en el que la sosa y el nitrato, al calor de la lumbre, lograrán el milagro del damasquinado, el rojo sobre negro de esta joyería en extinción. Callejeo sin rumbo, de la mano del poeta secreto Miguel Ángel Garrido, acogido a la sombra con que los toldos del Corpus aliviarán la mañana al cortejo inmemorial, mientras los vecinos concelebran desde sus balcones decorados con reposteros y banderas, Toledo íntimo de las callejas y las plazuelas, la sombra de Tristana gravitando en el recuerdo entre Galdós y Buñuel. Por la ciudad la tropa viajera va y viene en busca del Greco, visita aborregada la Sacristía de la catedral, se pierde por las crujías del Hospital de Santa Cruz, guarda su turno en Santo Tomé como deslumbrada por el oro y la plata de esa maravilla que es el Entierro del Señor del Orgaz, absorta en el Hospital Tavera ante el sepulcro del gran cardenal que labró Berruguete... Toledo es hoy el Greco, reunido en la colosal exposición que, bajo la batuta magistral de Fernando Marías, reúne los lienzos toledanos con los acarreados desde el El Hermitage, desde el Metropolitan, desde El Prado, desde el Louvre, cielos abarrotados, misterios tridentinos, angélicos conciertos y ángeles levitando: pura teología.
Se ha dicho que el Griego fue la mano de la Contrarreforma. Pase, pero no se pierdan aquí y allá, como una huella de su imaginario, pasajes y pinceladas que saltan sobre los siglos, tan modernos, casi impresionistas, razón y fe conciliadas en su arte intransferible. Una pausa ante los retratos -el Caballero anciano frente al de la mano al pecho-, un respiro para admirar su única escultura conservada, una Resurrección como un pabilo de mármol. Y vuelta al laberinto, que queda por mirar el río, la blancura de la sinagoga, el prodigio de San Juan de los Reyes, y siempre con mi amigo poeta haciéndome de Virgilio en esta anábasis cautivadora desde nuestra rutina cotidiana al paraíso del Greco -ah, el horror vacui-, alas, trompetas, la gloria imaginada del séptimo cielo. Un airecillo fresco patronea allá arriba graves bancos de cúmulos mientras desflora las acacias aquí abajo. Al volver aún vemos a Simón martilleando rítmicamente el damasquino. Los siglos no pasan por Toledo.
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